El recibo del agua era un atraco a mano armada. Lo decía ella y el barrio entero. Había que reducirlo como fuera, así que como primera medida, puso el programa más corto de la lavadora. La ropa salía medio limpia, medio sucia, pero ella se repitió a sí misma que en tiempos de crisis sólo funcionan las medidas drásticas. Las duchas, desde luego, de cinco minutos y con poco jabón, que los enjuagues largos no podía soportalos la economía familiar. Pensaba a menudo que si la nombraran ministra de economía, otro gallo le cantaría a este país de pillos y ladronzuelos.¿Pero será posible? -solía repetir cuando escuchaba las noticias de corrupción en la tele-, Y nosotros pagando más de sesenta euros por el agua. Ni que tuviéramos una piscina en el comedor.
Comenzaba a amanecer aquella mañana de invierno con una luz rosada que iluminaba la salita de estar. Los niños desayunaban deprisa y en silencio.
- ¡Que tiene que saber! - exclamó ella-. Sabe a limpio. Tómate el colacao que llegas tarde.
Apenas faltaban quince minutos cuando los dos niños salieron en dirección al colegio, con la ropa medio limpia medio sucia, con el pelo igualmente medio limpio medio sucio. Los dos olían a gel de lavanda como si se hubieran revolcado en él.
A media mañana la llamaron del colegio. La tutora tenía una voz grave y seca, como la de un hombre.
- María - le dijo casi en un susurro-. Vamos a llevar a tu niña al hospital. Echa espuma por la boca. Quizás se trate de una crisis epiléptica.
Ella soltó una carcajada nerviosa.
- No se preocupe doña Marta, que no es nada. Seguro que es por el detergente que llevaba el vaso.
Doña Marta le colgó el teléfono sin darle tiempo a dar más explicaciones. Media hora más tarde la policía se presentó en su casa. Y el caso es que le habló de maltrato infantil o algo así.
- ¡Pero están locos! - exclamó ella hecha una furia-. Con lo bien que cuido yo a mis niños.
Maldito Fairy - pensó mientras la introducían a la fuerza en el coche patrulla.
Y al suspirar, una nube de burbujas llenó el aire.